Nueva política

congreso diputados“Queremos hacer  una nueva política”,  “estamos por el cambio”: son los mensajes que suenan con más fuerza en el nuevo escenario político de nuestro país. Una mirada analítica a la historia de las ideas políticas nos confirma  que plantear en política como ideal lo nuevo y lo viejo es una idea caduca, pues lo que importa, o debiera importar, es hacer “buena política”,  asumiendo como referente básico el principio del bien común. Igual sucede con la idea del “cambio”: ¿hacia qué o hacia dónde? No todos los cambios en la vida y en la historia son o han sido realizados desde y para este referente básico.

Y es en este caminar por los senderos de la buena política en donde hay que situar la actividad más importante de nuestros políticos en estos momentos: el pacto o los pactos a los que inevitablemente nos lleva el resultado de las últimas elecciones. Pactar forma parte de la esencia de la política, pero ha de ser el bien común su principio orientador. Cuando los pactos giran alrededor de estrategias de partido, de cálculos electoralistas, de confrontación para eliminar al contrario…, se sitúan más en el marco de la  lucha por el poder que en el de la buena política. Los pactos que demanda el pueblo soberano en estos momentos exigen proyectos consensuados que tiendan a regenerar la democracia y a solucionar los graves problemas sociales que acucian a amplias capas sociales de nuestro país. La percepción que se tiene en este momento es que los pactos se están orientando más en la dirección primera que en la segunda. Se situarán, pues, en la esfera de la nueva política, pero no en la de la buena política.

Hay dimensiones esenciales de la vida  cotidiana de las personas que  constituyen el objetivo principal de la política por lo que su ausencia de los pactos derivaría en clara perversión política, expresión significativa de una crisis profunda de nuestra democracia. El mundo del trabajo, de la familia, de la educación, de la sanidad…, sin obviar por supuesto otros temas relevantes como la territorialidad del Estado, en forma de proyectos, han de ser prioritarios para forjar unos pactos que hoy por hoy  no se vislumbran.

 

Grupo AREÓPAGO

El estado devorando a sus hijos

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En los próximos días se constituirán las nuevas Cortes Generales, resultado de las elecciones del pasado 20 de diciembre. Todos los grandes partidos en ellas representados son partidarios, aunque con algún matiz, de la actual ley del aborto de 2010. El Tribunal Constitucional aún no se ha manifestado sobre el recurso que los populares presentaron contra la ley socialista. Parece evidente que, salvo milagrosa e impensable sentencia del Constitucional a favor del no nacido, el próximo gobierno, sea del color que sea, mantendrá la política de mirar para otro lado ante los impunes atentados contra la vida de los inocentes no nacidos. Esto no es inocuo. La defensa política y legal del aborto, lejos de ser un avance progresista, mina los fundamentos mismos del Estado y pone en peligro la paz social. ¿Por qué?

El respeto del derecho a la vida en cualquiera de sus fases es la condición que verdaderamente distingue un Estado constitucional democrático de un Estado que no lo es. En un Estado democrático y constitucional la vida ha de ser tutelada, ya que, si no lo fuese, a la larga el Estado no podría cumplir su función de promoción y garantía de la convivencia y paz social. En efecto, es sabido que en el pensamiento moderno se ha buscado una respuesta al problema del fundamento racional del poder soberano del Estado. La dada por Hobbes sostiene que el Estado moderno nace cuando los particulares, para evitar ser «lobos» los unos contra los otros, renuncian al uso de la fuerza para defender su vida y entregan su custodia al Estado, de modo tal que la seguridad de los particulares es enteramente garantizada por aquél a partir de ese momento. Pero si el Estado a quien compete garantizar los derechos fundamentales atenta con sus leyes contra el derecho fundamental a la vida, está minando con ello las bases mismas de su razón de ser. Y, así, se convierte en un Saturno que devora a sus hijos.

Grupo Areópago

 

Populismos

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“La codicia, los sobornos y el fraude devoran a un Estado desde el interior. La corrupción no es un mal moral solo, sino una amenaza práctica que desalienta a la ciudadanía, y en el peor de los casos, la hace presa de la cólera y la incita a la rebelión”. Estas palabras que nos presta Marco Tulio Cicerón  pueden ayudar para hacer una lectura reflexiva desde la historia y desde la ética sobre uno de los fenómenos que en los últimos tiempos se ha instalado en  las ideas y la praxis política de nuestro país: el populismo.

Su aparición y crecimiento rápido coincide y es consecuencia de la grave crisis económica, política e institucional que nos está afectando. El aumento vertiginoso del paro y sus graves secuelas, los desahucios, los recortes en áreas muy importantes del estado de bienestar, unido a los innumerables casos de corrupción política y el deterioro de muchas instituciones han calado de forma traumática y crítica en amplias capas de nuestra sociedad. El movimiento asambleario de los “indignados” –acogido con gran entusiasmo por muchos-, matriz de los numerosos grupos organizados que han surgido después, y los nacionalismos excluyentes, son genuinos representantes de este fenómeno sociopolítico.

Una primera reflexión nos lleva a poner nuestra mirada valorativa sobre el cuestionamiento que realizan de nuestro sistema constitucional abogando por su ruptura. La Historia nos advierte del peligro que supone para nuestra convivencia social y política el derrumbar lo que ha costado tanto construir, movidos por posturas radicales propiciadas por el resentimiento o la emocionalidad irreflexiva, o la deconstrucción sociopolítica de la realidad. “En tiempos de tribulación no hacer mudanza”, nos advierte la sabiduría del santo.

Pero también la razón histórica nos pone en guardia sobre determinados movimientos demagógicos que dicen asumir la defensa del pueblo, pero no admiten el legítimo pluralismo político y de opinión de los que no están de acuerdo con ellos; dicen querer terminar con las castas pero actúan de forma absoluta desde sus mismas élites y se convierten en castas mucho más cerradas; se presentan como representantes de la voluntad popular pero en realidad la utilizan de forma paternalista o sin contar con ella. En ellos es muy frecuente la agresividad en sus manifestaciones y la incitación al odio y el miedo.

Sin duda, otra forma de democracia es posible, pero los populismos no nos marcan la ruta adecuada

 Grupo Areópago

 

Reconducir la democracia

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Nuestra joven democracia vive un momento muy delicado. Una grave crisis económica, a pesar de los “brotes verdes” que algunos vislumbran, pero que no llegan para una gran mayoría de la población, y un marco político que genera indignación y desprestigio de nuestros representantes políticos y de los partidos, debido principalmente a los graves casos de corrupción, está produciendo un importante deterioro de nuestro modelo democrático.

En este contexto de desgaste democrático, mirar los males de nuestra realidad política sólo partiendo de una descorazonadora desconfianza en los políticos, sería hacerlo desde una óptica muy simplista En este año eminentemente electoral urge mirar más en profundidad y analizar las causas que propician y desarrollan las “malas políticas” favorecedoras de intereses oscuros.

Un primer e importante campo de revisión deberá considerar la influencia que tienen en esas malas políticas los aspectos formales y estructurales del sistema. Tal es el caso de la democracia interna de los partidos, del sistema electoral vigente, la no separación real de poderes, los graves olvidos de los programas electorales, o los importantes desequilibrios entre los poderes económicos y el poder político, entre otros.

Pero si tan importantes son para la construcción de la democracia estas dimensiones estructurales no levan a la zaga otros factores culturales y sociales sobre los cuales habrá que plantearse una reflexión sincera y una acción comprometida de toda la sociedad.

En palabras de muchos expertos vivimos en una democracia sin demos. Estamos afectados  por una grave crisis de compromiso comunitario, que incluye no solo lo político sino también lo social y laboral. Una gran mayoría de ciudadanos se sienten solo  sujetos de derechos, no de personas que tienen también  responsabilidades y deberes en relación con la comunidad. Una gran apatía participativa recorre todo el panorama social de nuestro país que es reflejo de una falta de valores éticos y políticos de ciudadanos que se sientan miembros de una democracia y por tanto comprometidos con la tarea común.

Otro gran reto para la revisión se nos plantea, pues, en el campo educativo. Sin ciudadanos participativos no hay auténtica democracia. Formar ciudadanos con valores éticos consistentes está íntimamente unido a la educación y en consecuencia con aquellas instituciones que la propician, principalmente la familia y la escuela. Fortalecer estas instituciones es una tarea ineludible para regenerar nuestra democracia.

Situar la política y a los partidos políticos ante estos desafíos es el principal problema para reconducir nuestra joven democracia.

Grupo AREÓPAGO